Habíamos
partido cuatro días antes, agrupados en Ollantaytambo. Tropa de vagabundos, al
grito de perro flautas de todo el mundo uníos,
nos habíamos juntado, viajeros latinoamericanos por tierra y gringos misios en
viaje a Macchu Picchu para estar allá en la noche de luna llena de enero, vía
Santa Teresa. Montamos más de 20 a un camión y emprendimos viaje hacia Santa María
en el Valle de La Convención, a hora y media de Quillabamba. Subimos hacia las
alturas del abra Málaga, viendo y sintiendo como se estrechaba la quebrada, acercándonos
velozmente a las altas cumbres que aparecían y desaparecían fantasmagóricamente,
entre la niebla cerrada de esas punas. Hacía frío, mucho frío. Nadie hablaba,
todos absortos en la contemplación y el sentir la fuerza del viento en el
cuerpo, cada uno en su locura.
El
camión corría dando tumbos en la carretera afirmada. En la cumbre nos alcanzo
la lluvia, tapándonos con una toldera sucia y aceitosa y el viaje continuo así
hasta que anocheció. Cuando paro la lluvia ya estábamos en el trópico, con
calorcito, y el olor de la vegetación y la tierra mojada del camino.
Nuevamente, viajamos con el viento, ahora olorosamente tibio sobre nuestro
cuerpo, otra emoción y otra atmósfera nos envolvió, luego de la gélida e intima
y potente de las alturas, nos llenamos de una energía colectiva, sonriente,
conversadora. Llegamos a Santa María tarde, hambrientos, samaqueados, polvorientos, de noche, el camión
se demoró un montón, se malogró un rato en el camino.
Apareció
una combi tocando la bocina, Santa Teresa
¡¡ Santa Teresa ¡¡¡ gritaba el chofer, corrimos llenando la combi, subiendo
al techo, donde sea y partimos para allá, llegando en dos horas,
previa pasada corriendo por un huayco, donde aun rodaban piedras de tanto en
tanto. De allí caminamos una hora más hasta las aguas termales, eran ya la una
de la mañana, llovía, hacía frío, hambre, cansancio. Medio zombis, tiramos
bolsas de dormir en los vestuarios a dormir un poco. El sitio es espectacular, aún
con lluvia (esta solo le daba otro toque), las pozas humeantes, pegadas a una
pared calcárea, desde donde cae un chorro natural de agua de deshielo y, unos metros más allá, pasa el Río Vilcanota, el río sagrado de los incas, el
Wilcamayu. En el aire flota la bruma de las aguas calientes y, la magia eléctrica
del lugar se mezclaba con el vapor de agua.
Nos
fueron llamando de uno en uno, mientras los trabajadores del INC que nos vigilaban, informaban todo lo que hablábamos o hacíamos al policía
de dentro. Le habían puesto especial ojeriza al salvadoreño,
con todo el tipo centroamericano y llamativos dreds de colores. Lo metieron a
la mala, y adentro le metieron golpe, lo bajaron. Salió lloroso y asustado, nos dijo que lo estaban acusando de ser el que
nos guiaba, y que cobraba por eso, que lo iban a deportar. Nos afectó a todos
lo que nos contó y el aspecto que tenía al salir, nos indigno que nos tratarán
como delincuentes, a las justas éramos misios, nadie podía financiar un viaje a
Macchu Picchu con el costo formal. A todos los latinoamericanos y resto del mundo les
costaba 120 soles la entrada, aparte del tren, que por una viaje de tres horas
cobraban 70 dólares, más catorce dólares de la combi que te sube y baja de
Aguas Calientes, esto sin contar hotel y comida mientras estás abajo, y si
quieres comprar agua, un alfajor o lo que sea ya arriba, te cobran como si estuvieran
rellenos de oro.
Nos interrogaron, parados frente a un policía, uno por uno. Empezaba por preguntar qué drogas consumíamos, quien traficaba, porque no habíamos vuelto pordioseros, ladrones de mierda, y claro, no había derecho a réplica. Al rato metieron de nuevo al salvadoreño, y lo agarro a patadas en el suelo, en la habitación donde nos interrogaba. Al costado, en la siguiente oficina, la administradora del INC despachaba tranquilamente su carga administrativa, mientras ignoraba los ayes y quejas del chico.
Salió
humillado, medio doblado, junto a un policía sonriente, hasta se diría
orgulloso. Nos estaban dando una lección, para que se corra la voz EN MACCHU PICCHU NO SE ADMITEN MISIOS,
solo entran los que pagan, los turistas que traen sus 120 soles y comen su
sanguche de 30 soles en el kiosco ficho,
y pagan su tren de 70 dólares, y toman su combi de 14 por 15 minutos de viaje,
o sea la gente decente, la que paga, la que tiene plata. Los demás a mirarla por
foto.
A media mañana, nos agrupamos en el cerrito frente a los baños termales de Santa Teresa, previa bañada matinal en el chorro frío, casi helado que cae de la pared calcárea, y luego de las aguas tibias y olorosas. Abajo, el río Vilcanota rugía, discurriendo como una fuerza inmensa y poderosa, VIVA, un Amaru gigante corría a nuestro costado, entre una masa gris espumosa. Bebimos el San Pedro con toda la verdad de la que éramos capaces, en una sencilla ceremonia de ofrenda a la tierra que donde cada uno de los participantes, puso su energía y su propósito, para que esta toma fuera algo especial. Consciente o inconscientemente desistían de la droga y escogían la planta de conocimiento, la medicina.
El
resto del día transcurrió con el grupo disperso, viajando, caminando, bañándose
en las quebradas, agarrados de las piedras, conversando con los seres
primordiales, quien sabe si alguno con los espíritus de los incas, todo se
convertía en amor, lo llenaba todo y a todos. Los cerros se pintaban de 7
colores, el sol alumbraba, para luego ocultarse y soltar una fina llovizna que
acariciaba a los cosmonautas. Recién al crepúsculo, nos pusimos en contacto
unos con otros, el estado de mareación y salud siguió su proceso algo más
levemente en la noche, nos metimos a las pozas a conversar, a fumar, a comer
algo de fruta, pan y atún, a compartir la onda, la buena onda, la buena ventura
de encontrarnos, de ir encontrando en el camino eso que aparece cuando le da la
gana y hace tanto bien. Todos,
absolutamente todos, estábamos en paz, después de haber caminado por el rumbo
del río Vilcanota, de habernos tirado a sus piedras, de ir a las quebradas y
riachuelos, de comer mangos como monos, de renovar compromisos de amor, de
subir al pueblo de Santa Teresa para interactuar con la gente, de ensoñar concentrados en las cumbres que nos
rodeaban por los cuatro puntos cardinales. Seguimos dentro de las pozas,
conversando por ratos, por ratos concentrados en nuestras vidas, como hasta las
dos de la mañana. Pura felicidad.
Al
día siguiente, toda la tribu enrumbo hacia Aguas Calientes. Almorzamos menú de
dos soles en Santa Teresa, cruzamos el Vilcanota en huaro, caminamos hacia la
hidroeléctrica, cruzándonos con grupos que iban o regresaban de Macchu Picchu,
nos indicaban cuanto faltaba, si ya no pasaban trenes para ir tranquilos por la
vía férrea, como estaba la cosa por Aguas Calientes, en fin, llegamos por grupos
al puente Ruinas, a esperar al resto, que término de llegar como a las diez de
la noche. Era la primera noche de luna llena del mes y en mi cabeza sonaba
Concordancia de El Polen, mientras caminaba junto al río. Buscamos un sitio para
acampar, los campings oficiales cobraban 15 dólares por carpa, así que allí
imposible, en Aguas Calientes comimos un rancho de campaña en la plaza, luego encontramos
un descampado y allí hicimos campamento. Esa misma noche subió el primer grupo.
Eran
como las siete de la mañana, bajábamos de la cima del Huayna Picchu, en el
complejo de restos a cinco minutos de la cima, cuando apareció corriendo por
las escaleras un fornido trabajador del INC, sudoroso, agitado. Había llegado
desde abajo en media hora, por lo cual los argentinos del grupo lo rebautizaron
como súper papacho. Nos pidió nuestras entradas, como no teníamos nos invito a
bajar firme pero educadamente. Bajamos. Igual nos iban a reconocer abajo, todos
cochinos después de estar más de tres horas cortando camino por la selva en la
madrugada, buscando una ruta para poder ingresar, con barro en la ropa, con los
ojos inyectados de felicidad y algo de achuma aun, los rostros demacrados por
el viaje intenso y la poca comida, sabíamos todos que era una misión Kamikaze,
imposible que no nos detectaran en el día.
Llegamos
a la puerta del Huayna Picchu, escoltados por un nutrido grupo de trabajadores
del INC que se integraban por el camino de bajada, todos sudorosos, al llegar
abajo, nos cruzamos con el primer grupo de turistas que madrugadores esperaban
la apertura de la puerta del Huayna Picchu. Grupos de trabajadores del INC nos gritaban vagos¡ sinvergüenzas¡ conchudos de mierda¡ métanle
palo¡ paguen su entrada no sean conchudos¡ nosotros, caminábamos tranquilos
a pesar del cargamontón, se acercaban y nos insultaban, nos mentaban la madre. Llego
un momento que ya no nos dio la gana de quedarnos callados, era demasiado, les
gritamos nuestras razones, creo que no se lo esperaban, porque al rato
empezaron a callar, a escucharnos, salvo algunos que no cesaban de vomitar su
odio hacia nosotros, a lo que representábamos en ese momento, no vengan sino tienen plata ¡ era lo que
más repetían. Los argentinos venían viajando dos meses desde la capital y el
interior de Argentina, el salvadoreño había cruzado siete países para ver
Macchu Picchu, los gringos habían ahorrado dos años o más para poder venir, los
peruanos venían viajando como podían, en bus camión, como sea, lo más barato,
todos con la emoción de poder conocer Macchu Picchu, la nueva maravilla del
mundo, la engreída de los místicos, la fuente potente de energía, la joya de
los incas, el tesoro de la humanidad. Eso no importaba nada, la moraleja era No vengan mierdas¡ paguen su entrada.
El
2004, estuve en Macchu Picchu por primera vez. El viaje fue maravilloso,
mágico. Macchu Picchu, un descubrimiento. Ni las fotos, ni los relatos,
siquiera se acercan a lo que es. Todo el proceso de llegar y salir en cambio,
fue realmente una mierda, hay que decirlo. Fue chocante y escandalosamente
contradictorio con la potencia enorme del lugar, encontrar un pueblo de
mercenarios. El dólar y en segunda medida, el ser o no ser gringo, reinaban.
Fue desagradable una noche bajar a la plaza de Aguas Calientes, y ver como
familias enteras del interior del Perú, de Chiclayo, de la Selva, de Puno, de
Tacna, andaban desorientadas sin saber qué hacer, ya que los precios de los
hostales superaban todo presupuesto, familias de cinco miembros para los que el
dinero llevado era largamente insuficiente, ya que para ese viaje hay que tener
bolsillo de payaso. Los jaladores, ya casi ni contestaban las preguntas de los
viajeros peruanos, les contestaban a desgano, ni los miraban, a lo más un
reojo, toda su atención en los extranjeros que llegaban… míster, míster, lodchin, lodchin… y en la plaza, padres de familia
totalmente descomputados, su mujer y sus hijos con sueño, tirados en la calle
como cualquier cosa.
Por
la tarde, caminando por la vía férrea, en la puerta de Café INKATERRA, habían
puesto a un anciano vestido de varayoc, con su bastón de mando, su chullo y un traje totalmente negro de lana, justo al mediodía con el sol de agosto
cusqueño en todo su esplendor, y el viejo disfrazado de inca para que los
gringos pitucos que llegaban en el servicio Hiram Bingham de Perú Rail, se
tomen fotos, como un monigote. Le dijimos que porque se dejaba que lo usen así,
…porque así me gano mi propinita aunque
sea…, fuimos a traer una filmadora, y cuando regresamos ya los empleados lo
habían escondido, fuimos a la vuelta para encontrarlo y en la vía de atrás,
salieron unos guachimanes enternados, negándonos el paso, aduciendo que era
propiedad privada… una calle del pueblo propiedad privada…, los mandamos al
carajo, pero ya al anciano lo habían guardado. Caminando por las calles de
Aguas Calientes, nos encontramos con dos figuras de madera, representando al
inca y la ñusta, ambos mostrando la carta de un restorán, menestrone,
spaghetti, soups… si quedan incas en Aguas Calientes seguro que los han puesto
a trabajar de mozos.
Al
día siguiente decidimos irnos a Ollantaytambo, a un lugar más amable. Tomamos
el tren local la víspera de fiestas patrias. Coincidía la fecha con la época
alta de turismo. Al tren local de 15 soles para peruanos, le quitaron dos
vagones, y con toda la concha del mundo, se los pusieron al tren de 70 dólares
para turistas, y los ya pocos vagones, se repletaron de todos los cusqueños que
trabajan en Aguas Calientes como mozos, cocineros, chóferes, cobradores,
empleados, enfermeras, profesoritas y oficios mil. Como ganado en pie se metía
a la gente para salir como sea en el único tren a Cuzco. Nos amotinamos y decidimos
cerrar la puerta del vagón, la situación era escandalosa e indignante, les
dijimos a la gente de abajo que protestara en las oficinas del tren. Vinieron
unos empleados a exigirnos que abriéramos, no hicimos caso, luego vinieron los
guachimanes guapeándonos, como ni los mirábamos llego la policía a exigirnos
que abriéramos la puerta, o sea a exigirnos que viajemos como animales. No le
hicimos ni mierda de caso. En el vagón siguiente, donde la gente no había
protestado mirábamos dos rostros aplastados contra la ventana, y la gente que seguía
subiendo. Esa fue la última imagen que tuve de Aguas Calientes cuando el tren
partió.
Entramos
a Macchu Picchu como a las dos de la mañana, y como a las cuatro y media estábamos
sentados en las piedras de la cima misma del Huayna Picchu. Antes habíamos
improvisado una sencilla ceremonia junto al Intihuatana, y tomamos algunos, el San
Pedro que nos quedo de Santa Teresa. Caminábamos por Macchu Picchu,
completamente para nosotros, una luz dorada se hacía cada vez más potente y
rara, alumbraba los pasajes y los muros de piedra, acentuando los claroscuros. Las sombras emanaban presencias, andábamos erizados, emocionados,
como una tropa de alucinados, mientras las nubes comenzaban a abrirse y
aparecía la luna llena de enero en todo su esplendor. Difícilmente puede
describirse el estado de felicidad y abandono, el aire helado y el vértigo, el
cielo inmenso y las cumbres y el universo de piedra. La alegría reina en la cima
del Huayna Picchu, como niños nos comportábamos, los ojos brillantes, la risa
fácil.
Ya
abajo, confinados, esperando el capricho de otros para poder retornar al
pueblo, nos encontrábamos como a las tres de la tarde llenos de sentimientos
encontrados. Los celadores ya reían con nosotros, en mucho nos daban la razón. Ellos sufrían también el maltrato, la injusticia, trabajaban por servicios no
personales, sin seguro social ni beneficios sociales, en Macchu Picchu, la mina
de oro del turismo peruano. Además éramos un grupo muy simpático, nos dedicamos
a varias actividades; a conversar con los turistas, que convidaban cigarros,
chocolates, buena onda, a pensar, a conversar, a leer, a dar información a los
turistas latinos, finalmente nos botaron como a las cinco de la tarde. Una
pregunta fue repetida muchas veces durante todo el día, como habíamos entrado sin ser vistos? que ruta habíamos tomado?,
era la pregunta fundamental en el interrogatorio, le dijimos que por la
puerta. En realidad como decirle, como hacerles entender, que el espíritu del
San Pedro nos había vuelto invisibles, que nadie podría habernos visto, que
importaba si habíamos entrado por la puerta, o abriendo camino por la selva, o
trepando por el roquedal, o si un cóndor nos había llevado entre sus alas. Nunca
lo entenderían, probablemente nunca lo entenderán.
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