Toda la semana estuve tratando de
ponerme en contacto con ella y siempre estaba ocupada, en realidad no quería
verme, así que me fue llegando al pincho, y el viernes de esa semana, me fui
tempranito a Chincha, no tome desayuno, almorcé una huevadita porque no tenía
hambre y, llegue a la oficina como a las siete. Cansado, sintiéndome cansado y
deprimido. Cuando entro a Arenales, no hay árboles, el hijo de puta de
Castañeda elimino todos los árboles de la avenida para ampliarla a cuatro
carriles.
Eso me sublevó.
Toda la semana había estado tenso por
todo, había entrado en crisis emocional, y encima cansado y encima el hijo de
puta talando árboles y cagándose en la gente y, encima esta cojuda que no se
qué vaina.
A la mierda.
Me fui a chupar, cansado. Toda la noche
estuve sentado, no podía bailar, con el ánimo y el físico por el suelo. El
trago y la yerba me habían animado pero ahí nomas.
Llegó al bar un personaje trotamundos,
el Zorrito, un artesano con pinta de brichero, recién aterrizado de Europa.
Todo el mundo lo conocía, es de los parches viejos, es cosa seria decían. En
algún momento de la noche, el pata saco una pipa que por lo menos medía un
metro, un artefacto mezcla de cerbatana y cañón. De repente, todos fumábamos
yerba de la pipa en la pista de baile, daba la vuelta y tenía la boquilla de la
pipa en la garganta, entraba a mí una bocanada, un bocanadon de humo, mitad
olor a marihuana mitad olor a sahumerio.
La locura.
Fumaba bates propios y ajenos porque
corría por todos lados, era el paraíso de los fumones, de los drogos en
general, porque la gente se conchudeo, se coqueaba en la pista de baile, la
coca corría a raudales, la gente estaba negraza, casi satánica y, yo débil, y
cansado, y maleteado, y más bates y mas trago, todos los tragos. Sentí un sabor
a coca, a pasta básica, en una de las pipadas, creo que armaron un mixto de los
reyes. Eran como a la tres de la mañana, ya me quería ir, estaba recontra
cansado.
Pero no me fui. Siempre esperando no se
qué chucha que me calme la ansiedad.
Mientras tanto, llegaba discretamente un
amanecer de invierno, gris y frío, pero sobre todo gris. Armaron el último bate
para recibir el día. Quedábamos pocos, una mancha guerrera todavía chupando más
allá, algunos mohicanos dispersos, inmersos en sus locuras. Un loco con saco
beige y un cartapacio bajo la axila, gritaba al bar entero un discurso
incoherente; más allá, por un rincón, un blanquiñoso vestido con tirantes,
bailaba un charlestón grotesco, mientras otros espectros vivientes, confundidos
en cuerpos recientemente poseídos, vagaban en silencio entre las sombras y los
vapores del bar vacío. Todos Pierrots, arlequines de Humareda. Me senté en un
banquito porque ya no podía con el cansancio, prendí el teléfono para ver la
hora y,
La luz del celular me loqueo.
Vi estrellas haciendo espirales,
velocísimas, brillantes. Me sentí mal, me incorpore súbitamente, y ya no me
acuerdo.
Caí de bruces.
Directamente a las baldosas, estilo
salón de baile de los 50`s con música de Pérez Prado. Así debe ser la muerte.
Desde no se qué lugar, donde mi alma
vagaba perdida, sentí una voz amiga que pronunciaba mi nombre, como una energía
cálida. Orlando, Orlando llamaba. Era la voz de Dimas mi amigo rasta y mi
dealer. Me dio tranquilidad su voz (a lo mejor me sonó a anestesia).
Regrese, hasta el culo.
Casi me desmayo de nuevo, me sentaron en
un banquito, me decían que respirara. Estuve tirado como tres cuartos de hora.
Los encontré asustados, decían que les había cagado la stoneada, pensaron que
me había muerto porque no reaccionaba, estaba con los ojos volteados. Caí de
cara al suelo, de milagro no me hice más daño, solo me raspe las rodillas. Creo
que ya no tenía peso al momento de caerme, estuve vagando por las sombras.
Al día siguiente regrese mentalizado
para bailar, pero hay días que no aceptan replica.
Lima, 2007
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