El Brujo - por Esteban Vargas Tirado

Avanzaba lentamente por el Río Ucayali, iluminado por la luz de la luna. Al costado, las riberas exuberantes de vegetación estallaban en miles de sonidos. Meandro a meandro, río abajo, como una serpiente ondulante.
A lo lejos, divise un remolino en el centro del río. A medida que me acercaba, el espiral de agua se convertía en una fantasmagórica llama azul y naranja. Surgiendo desde el fondo, ascendía a borbotones, como una flor de loto.
Repentinamente desperté. Me senté de inmediato, asustado, sudando frío, con el corazón y las sienes retumbando. En la oscuridad de la noche, veía difusamente los pilares de la maloca comunal y, las siluetas de los médicos que comenzaban a icarear. La mareación subió y me tire nuevamente al suelo, los zancudos ya no atacaban y, la selva, repentinamente parecía haber callado.
A lo lejos, en la espesura, junto con los rugidos de cotomonos, se escucharon voces que se acercaban. Llegaba del pueblo un grupo de shipibos. Junto con ellos, llegó también Sergio, el brasileño.

Unos días antes, la aprendiz me había advertido- ten cuidado con el brachico, se hace el buena onda, pero ha venido a saquear, quiere robar conocimiento, es un mierda enfermo de poder, no tiene escrúpulos, Yo le he encarado, le he dicho que es un saqueador que no abuse de los nativos. Cuando está con los maestros finge que es buena gente, pero después habla mal a espaldas de todos. Y lo peor. Lo he visto entrando a casa de Rolando, el malero, ese tipo tan desagradable que huele como a muerte, a formol y carne podrida. Ten cuidado, va a querer sacarte algo, lo que pueda, es una alimaña.
Vaya manera de empezar el día pensaba, luego había pasado la mañana hablando con Eusebio, quería tomar unas fotos de su jardín botánico, para eso estaba y, necesitaba alguien que me indicara el nombre de cada planta, liana, matorral o lo que fuere. No tenía muchos días libres. Cuando terminamos de hablar, me percate que pasaban de las dos de la tarde. Me fui rumbo al pueblo a buscar algo de comer.
Doscientos metros más allá, en el camino, lo encontré cortando leña, junto a unos niños. Eh amigo ¡ Eh amigo - me llamo
que tal hermano como esta pues le respondí
Eh amigo, que tal, no se me corra, quiero hablar contigo amigo jaja
Acá estoy acá estoy  -dije  - que tal pues?
¿Usted es de Lima no? ¿a la gente de Lima es rara verla acá, por esta selva, los amigos shipibos son diferentes, amables, invitan comidita, refresco, ayahuasca, todo invitan. ¿Usted va a hacer proyecto con hermanos nativos no? ¿ a trabajar con la planta?
No, no, solo he venido a ver unos amigos, el maestro Eusebio es mi amigo…..
Ah usted es el que quiere hacer un proyecto con ellos entonces, me han hablado de usted, lo estaban esperando…
Si si, algo así, veremos que se puede hacer  - le dije como de pasada -  más tarde hablamos hermano, tengo un hambre de la puta mare, quiero ver que consigo pa comer…..
Si si, vaya vaya amigo, entrando al pueblo hay una señora que vende juanes a sol….
Chévere ¡ le dije mientras apuraba el paso por el sendero polvoriento. Era agosto y hacía un calor infernal, en el cielo no se veía ni una nube, ni soplaba viento alguno.

No me gustaba. No me había hecho nada, pero me inquietaba su mirada turbia, me irritaba. A lo mejor son mis prejuicios, a lo mejor estoy prejuzgando como siempre hago, pensaba y pensaba.
Algo pasaba, y bueno no era. La comunidad se había llenado de unas ratas gordas de pelos puntiagudos, agresivas. En las noches temía dormir. Las sentía debajo de la hamaca, caminando por los parantes de la maloca, hurgando en la basura, por todo lado. Y si no son ratas? Pensaba al borde del delirio paranoico.
Había tenido un desencuentro, días atrás con Rolando y su sobrino, ambos tenían fama de maleros, y la envidia los consumía, cuando veían que otros ayahuasqueros atraían la atención de extranjeros, limeños, o de periodistas como Yo. Ellos querían propagandizarse, tener más gente. No fui elegante para negarme a trabajar con ellos, ahora eso me pesaba.
Más me metía en el mundo amazónico, más cauteloso me volvía, mas ladino.
Sin quererlo ni desearlo, me sentía en medio de una pelea de brujos. Eran insoportables la densidad en el ambiente, el calor pegajoso y, los caminos polvorientos a ninguna parte, llenos de remolinos y culebras. Se sentía la mala vibra, como un chicle pegado en la nuca. Y Yo que ingenuamente, después de leer un par de crónicas alucinadas, quería buscar a los hombres santos. En medio de la amazonia además.

No dormí bien esa noche ni la siguiente.

El viernes, después de desayunar, conversábamos sobre la comunidad y sus intrigas con la aprendiz. No nos habíamos percatado que Sergio observaba entre los arbustos, cuando nos dimos cuenta, fingió que estaba macheteando la maleza. Ella exploto. -Oiga que hace espiando las conversaciones de los demás¡, no le basta con saquear a las personas aprovechándose de su buena fé, ahora espía conversaciones ajenas caracho¡….
Disculpe no le entiendo, no entiendo, decía en su media lengua el brasileño, mientras dibujaba la tierra con la punta del machete, símbolos desconocidos, que parecían runas, geometrías raras, balbuceando palabras en portugués. Me acerque a los símbolos, para verlos mejor, pero los borro con el pie, mirándome a los ojos. Luego se marcho enfadado, machete en mano.

Esa noche había purga.

Tenía que tomar ayahuasca. Una opresión en el pecho no me dejaba tranquilo, y mi cabeza loca desvariaba. Temía todo. Que me picara una isula, que me mordiera una víbora, que me encontrara una boa en la cocha, donde me refrescaba del calor pegajoso y mugriento de las tardes selváticas. Necesitaba salir de ese estado ya.
En la tarde le conté a Eusebio lo que había indagado en el pueblo, que el brasileño tomaba ayahuasca con Rolando, que esa relación era sospechosa, esperando que me dijera algo en concreto, algo así como que el ya lo sabía pero que no había problema, que me calmara de alguna manera. Me escucho pacientemente, mientras fumaba de su cashimbo. Me miraba fijamente con su mirada entre seria y cachosa. Nunca sabía que pensaba, ni a que atenerme con él.  Solo dijo -esta noche tomamos purga, allí veremos-.
Eusebio mezclaba ayahuasca con toe, como sus maestros cocama cocamillos del Alto Amazonas. Sería la primera vez que tomaría esa mezcla. Más que respeto, le tenía miedo. Había oído de su uso pre bélico entre los jibaros y, sus terribles contraefectos.

Esa noche había tres médicos controlando la ceremonia. Tomamos la planta, los maestros se concentraron, callados. Poco a poco me fui quedando dormido. Hasta la visión del Río Ucayali.
Ya despierto, sentado en el suelo, fumaba un cigarro inca sin filtro. Mis sentidos se agudizaban, el vuelo de un zancudo, sonaba como un avión pasando sobre la casa. Entonces, los maestros empezaron a icarear. Rápidamente me subió la mareación, me desplome en el suelo boca arriba.
Alrededor se movían todos, el ambiente se había alborotado, hablaban alto. Alguien empezó a perder el control.

Llego el miedo, como llegan las tormentas, con violencia, estruendosamente, sin piedad.

Fuerzas oscuras, bajas, llegaban con fuerza a la ceremonia, los médicos cuchicheaban en su idioma, y las cenizas de los mapachos, saltaban echando chispas antes de caer al suelo. Una voz desde la oscuridad, le dijo a alguien severamente que se sentara y que aguantara como hombre, que manejara. Pero fue en vano. Ese alguien, empezó a revolcarse por el piso, intentaba agarrarse de alguien, se quejaba, daba alaridos de desesperación, vomitaba y se atragantaba en su vomito, intentaba pedir auxilio, pero el sonido que salía era gutural, como si hubiera perdido la capacidad de hablar, o como si nunca lo hubiera hecho.
A pesar mío y del miedo visceral que me embargaba, se me abrió la visión. Fue espantoso. Seres repugnantes, inmundos, se arrastraban por el piso, algunos aún continuaban encima del pobre hombre, lo trenzaban, se metían adentro de su cuerpo, como se mete el matapalo en los árboles maderables.

Era tanto su sufrimiento, que sentí una profunda pena. Era tanto mi temor que me puse a rezar. Después de más de veinte años de ateísmo, me acorde enterito del padrenuestro. Lo repetí más de 20 veces, cada vez más alto, mezclándose con los icaros de los médicos ayahuasqueros y, los alaridos de terror del desgraciado.
Me pareció ver que los maestros también empezaban a revolcarse. O era el mismo hombre?, O es que eran dos hombres en un cuerpo?. Ya no sé lo que vi, tampoco me esforcé mucho para hacerlo.

La experiencia entro a otro nivel, me superó.

Solo atinaba a rezar, necesitaba la fé, desesperadamente, para que no me llevaran a ese mundo hórrido, mientras escuchaba como aquella persona no paraba de purgarse, lloraba, orinaba, vomitaba, se cagaba, por todos lados salía porquería. Alguien decía que estaba orinando sangre, entonces abrí los ojos y vi a los tres maestros de pie, trabajando con el infeliz, para ayudarlo a expulsar tanta mierda y maldad.
Sentí pena, mucha pena. Y piedad. Fue la primera vez que conocí la piedad, la compasión. Solo a través de esos sentimientos, podía soportar los ayes y, el nervio que me causaba oír  aquella persona dominada por fuerzas sobrenaturales, que lo zarandeaban como un trapo, como una bolsa de plástico vieja, revolcándose en el piso de tierra, babeando, suplicando..Por qué a mi ¿ por qué a mi ¿ -repetía desesperadamente- Ayuda¡ Ayuda¡ Clamaba y lloraba desconsoladamente… no me dejan que no me lleve que no me lleva….
Sentado con la cabeza metida, enterrada entre mis piernas, fumaba y fumaba sin cesar. Sentí entonces que un icaro entraba a mi cuerpo y me hacia seguirle, era como una rayo de luz que entraba, solo me dejaba guiar. Poco a poco, perdí el sentido del tiempo, del espacio, de mi identidad también, era parte del todo.  Deje de escuchar los gritos, deje de sentir miedo.

Cuando descendí de ese estado, me percate que el hombre ya solo sollozaba bajito. Junto a unas matas de plátano, uno de los maestros vomitaba, mientras requintaba molesto. La serenidad llegaba planeando a la ceremonia. Los maestros, cantaban suavecito, casi susurrando, luego callaron.
Como esta hermanito – rompió el silencio Eusebio, dirigiéndose al hombre que seguía sollozando en el piso, al medio de la maloca - que tal ahora, ya sabe pe, acá no se juega, ya vio con quienes estaba jugando……
- perdón Eusebio, perdón hermanos, perdón por favor – decía el hombre y lloraba, recién ahí me di cuenta que era Sergio.
Eusebio prendió un mapacho, le dio una, dos, tres caladas profundas, boto el humo y le dijo - mañana te vas, ya no regresas más acá -
Ya señor, respondió Sergio, se tiro un rato, resoplando, llorando a ratos, luego se puso la camisa y se fue por el camino, un chico shipibo lo acompaño hacia el pueblo, aun era de noche.


Eusebio se paro. No había terminado. Encendió otro mapacho, lo fumo botando el humo hacia los cuatro puntos cardinales, mientras decía cosas en pano, y dirigía sus dedos con el cigarro en los dedos, como un director de orquesta.  Otro de los maestros silbaba bajito, luego todos se quedaron en silencio, todo estaba lleno de paz. En ese momento, el cielo trono como si fuera a desplomarse, y soltó una lluvia torrencial encima nuestro, que nos cubrío como un cortinaje blanco. Todos observábamos callados, como la lluvia terminaba la limpieza. Fue un momento infinito, transportados a los inicios del mundo, de la creación. Afuera el campo y los árboles del fondo se iluminaban por la luz azul cobalto del amanecer.

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